Por fin, tras varios días
de camino llego a Port Marly. Durante mi camino había oído los ecos de la
inundación pero no esperaba encontrar la estampa que ven mis ojos.
La
calle que corre paralela a la ribera del río más parece uno de los brazos del
río que fluye a su lado que la principal vía de entrada. Sin embargo la gente
continúa con sus ocupaciones como si el arroyo que corre por encima de la
calzada de grava no fuese más que un visitante habitual, un vecino imprevisible
al que hay que disculpar su temperamento.
Ante
la puerta del hotel se encuentra detenido un elegante carruaje con sus níveos
caballos agitados lo que indica que las noticias que han llegado a los confines
de la región tampoco han impedido a sus ocupantes llegar a Port Marly. Un
botones se apresura a acercarse al carruaje para recibir presto a los dos
nuevos huéspedes del hotel.
Mientras,
en el porche del hotel un zagal aguarda, curioso y atento a partes iguales,
para enterarse de quienes son los huéspedes que llegan y que han sobresaltado
la paz del pequeño hotel y que han hecho salir al botones a la carrera con una
capa que impida a la dama manchar su calzado en el barro.
Los
alcaldes se acercan con aire pausado e importante por la bocacalle. Pero, al
contrario que el zagal del porche y que todos los sirvientes del hotel, ellos
sí que saben quiénes son los misteriosos viajeros. Pero, por ahora,-Piensa el
alcalde para sí con una sonrisa en los labios-guardaremos el secreto, aunque
sólo sea para disfrutar de las caras de sorpresa de la gente.
Al
otro lado de la calle, un mozo se apresura en terminar su trabajo: acarrear
piedras para impedir que otro embate del río vuelva a penetrar en la calle. Es
el último que queda de una cuadrilla que ha estado realizando la labor durante
toda la mañana. Él se ha retrasado y ahora le toca terminar solo su trabajo.
El
motivo de su distracción está sólo a unos metros de él, tras la hilera de
chopos que separaban el cauce del río de la calzada. Un barquero navega por el
río ahora pacífico, transportando las piedras que han de servir de dique desde
la orilla opuesta donde hay una pequeña cantera de rocas. Él también va
retrasado en su tarea y mueve con fuerza y celeridad los remos, temiendo una
reprimenda del capataz.
Miro
al frente y las líneas que marcan las casas de la calle y los chopos de la
ribera dirigen mi mirada al único culpable del pequeño lago que hay en la
calle, ahora manso como espejo de luna.
El
cielo luce azul, brillante, con una miríada de colores que serían la envidia de
cualquier pintor. En él unas nubes blancas, esponjosas juegan a cambiar su
forma al capricho del viento intentando disimular su falta, sólo tangible en el
hilo de plata que las circunda, como único recuerdo de su plomiza furia.
Esta
es la estampa que me encuentro al llegar a Port Marly, una estampa que sé que
no he de olvidar.
Respiro
y entro en la ciudad con aire decidido, sabiendo que ya estoy más cerca de mi
destino.
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