martes, 11 de junio de 2013

Cuéntame un cuadro: Inundación en Port Marly de Alfred Sisley

Por fin, tras varios días de camino llego a Port Marly. Durante mi camino había oído los ecos de la inundación pero no esperaba encontrar la estampa que ven mis ojos.
La calle que corre paralela a la ribera del río más parece uno de los brazos del río que fluye a su lado que la principal vía de entrada. Sin embargo la gente continúa con sus ocupaciones como si el arroyo que corre por encima de la calzada de grava no fuese más que un visitante habitual, un vecino imprevisible al que hay que disculpar su temperamento.

Ante la puerta del hotel se encuentra detenido un elegante carruaje con sus níveos caballos agitados lo que indica que las noticias que han llegado a los confines de la región tampoco han impedido a sus ocupantes llegar a Port Marly. Un botones se apresura a acercarse al carruaje para recibir presto a los dos nuevos huéspedes del hotel.
Mientras, en el porche del hotel un zagal aguarda, curioso y atento a partes iguales, para enterarse de quienes son los huéspedes que llegan y que han sobresaltado la paz del pequeño hotel y que han hecho salir al botones a la carrera con una capa que impida a la dama manchar su calzado en el barro.
Los alcaldes se acercan con aire pausado e importante por la bocacalle. Pero, al contrario que el zagal del porche y que todos los sirvientes del hotel, ellos sí que saben quiénes son los misteriosos viajeros. Pero, por ahora,-Piensa el alcalde para sí con una sonrisa en los labios-guardaremos el secreto, aunque sólo sea para disfrutar de las caras de sorpresa de la gente.

Al otro lado de la calle, un mozo se apresura en terminar su trabajo: acarrear piedras para impedir que otro embate del río vuelva a penetrar en la calle. Es el último que queda de una cuadrilla que ha estado realizando la labor durante toda la mañana. Él se ha retrasado y ahora le toca terminar solo su trabajo.
El motivo de su distracción está sólo a unos metros de él, tras la hilera de chopos que separaban el cauce del río de la calzada. Un barquero navega por el río ahora pacífico, transportando las piedras que han de servir de dique desde la orilla opuesta donde hay una pequeña cantera de rocas. Él también va retrasado en su tarea y mueve con fuerza y celeridad los remos, temiendo una reprimenda del capataz.

Miro al frente y las líneas que marcan las casas de la calle y los chopos de la ribera dirigen mi mirada al único culpable del pequeño lago que hay en la calle, ahora manso como espejo de luna.
El cielo luce azul, brillante, con una miríada de colores que serían la envidia de cualquier pintor. En él unas nubes blancas, esponjosas juegan a cambiar su forma al capricho del viento intentando disimular su falta, sólo tangible en el hilo de plata que las circunda, como único recuerdo de su plomiza furia.

Esta es la estampa que me encuentro al llegar a Port Marly, una estampa que sé que no he de olvidar.

Respiro y entro en la ciudad con aire decidido, sabiendo que ya estoy más cerca de mi destino.


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