martes, 24 de septiembre de 2013

Caer está permitido, levantarse es una obligación

Un instante, un golpe seco y certero

Es todo lo que hace falta para que todo se venga abajo como un castillo de naipes; tus sueños, objetivos, esperanzas e ilusiones. En ese momento las lágrimas surcan tus mejillas sin siquiera avisar, sin que nadie las dé permiso y la misma opresión que ahoga tu pecho impidiéndote respirar, atenaza la garganta, seca como la lija, impidiéndote pronunciar palabra. En ese momento te preguntas cómo es posible que el mundo siga girando.

Y sigue girando, contigo o sin ti, poco le importa.

Y hay que levantar, porque la fortaleza no está en no caer; está en levantar en cada caída. Y te levantas, a ciegas, a gatas, a empellones, como un animal herido. Sin más guía que un mantra, una obsesión: "Todo va salir bien". 
Y cargas el peso sobre los hombros y lo levantas; una vez, dos veces, las que haga falta. La cabeza erguida y la sonrisa pintada en la cara.

Hasta que un día llega el sol, la luz que te guía, te da fuerzas y te reconforta. Ese día en el que ya no cuesta un instante más levantarse de la cama o salir de casa. Ese día en el que no hace falta pintarse la sonrisa. Ese día en el que te das cuenta que todo ha merecido la pena y que, de nuevo, inexplicablemente, todo ha salido bien.



martes, 3 de septiembre de 2013

Cuéntame un cuadro: Baile en la ciudad de Pierre-Auguste Renoir

Después de decir esto se dirigió al gramófono y colocó el brazo del gramófono sobre el disco, iniciándose inmediatamente un suave trémolo de violines anunciando los primeros compases del Danubio azul.

Paul hizo una reverencia y extendió su mano hacia ella. Suzanne respondió la reverencia y puso su mano encima de la de él más por costumbre que por ser realmente consciente de lo que estaba haciendo y se dejó llevar.
Al principio sus pasos eran un poco torpes pero conforme avanzaban los compases fue ganando seguridad y dejó de contar los pasos y de mirar a sus pies. Pero no se atrevía a mirarle a los ojos, le daba vergüenza que Paul pudiese notar a través de sus ojos que miles de mariposas volaban por su estómago como en una tarde de Mayo. Pero al final la sensación de que él no paraba de mirarla superó su pudor y le miró a los ojos.
Y cuando posó su mirada se sintió perdida en la inmensidad azul de sus ojos, como un naúfrago en una isla desierta, atrapada en aquella inmensidad, cárcel y libertad al mismo tiempo.
Las vueltas se sucedían, y a cada una perdía más la noción del espacio y el tiempo. En ese momento la realidad se limitaba a sus manos, la que sujetaba su espalda y le impedía caer a pesar de la debilidad creciente que sentía en sus piernas y la que le sujetaba su mano con un suave contacto; y a sus ojos, una infinita inmensidad azul en la que estaba atrapada por completo y en la que se sentía en casa. Ni siquiera oía la música así que no sabía si seguían bailando porque seguía sonando el vals o porque no era capaz de despegar ni los ojos ni las manos de él.

Paul se encontraba tan perdido como ella. Se había sentido muy seguro de lo que estaba haciendo cuando extendió la mano hacia ella para bailar pero perdía la seguridad en sí mismo conforme iban pasando los compases. Mientras sólo veía de ella su brillante pelo cobrizo pudo mantener su mirada firme a pesar de los embates de su corazón que se manifestaban en el cuello, pero cuando por fin Suzanne le miró a los ojos y clavó sus negras pupilas en él, perdió por completo su seguridad. Fue como ver la luz después de muchos días de oscuridad, encontró en ellos la paz que da una noche de estrellas después de un día largo y agotador; y allí se quedó, mirando la luz de sus ojos como quien mira las estrellas buscando el sentido de la existencia. Y lo encontró, sintió estaba hecho para contemplar aquellos ojos para siempre.

Y así, enredados el uno en la mirada del otro, conectados por un hilo invisible pero tan real como ellos mismos, siguieron bailando a pesar de que la música se había detenido, siguiendo el compás de su propio corazón.