Es todo lo que hace falta para que todo se venga abajo como un castillo de naipes; tus sueños, objetivos, esperanzas e ilusiones. En ese momento las lágrimas surcan tus mejillas sin siquiera avisar, sin que nadie las dé permiso y la misma opresión que ahoga tu pecho impidiéndote respirar, atenaza la garganta, seca como la lija, impidiéndote pronunciar palabra. En ese momento te preguntas cómo es posible que el mundo siga girando.
Y sigue girando, contigo o sin ti, poco le importa.
Y hay que levantar, porque la fortaleza no está en no caer; está en levantar en cada caída. Y te levantas, a ciegas, a gatas, a empellones, como un animal herido. Sin más guía que un mantra, una obsesión: "Todo va salir bien".
Y cargas el peso sobre los hombros y lo levantas; una vez, dos veces, las que haga falta. La cabeza erguida y la sonrisa pintada en la cara.
Hasta que un día llega el sol, la luz que te guía, te da fuerzas y te reconforta. Ese día en el que ya no cuesta un instante más levantarse de la cama o salir de casa. Ese día en el que no hace falta pintarse la sonrisa. Ese día en el que te das cuenta que todo ha merecido la pena y que, de nuevo, inexplicablemente, todo ha salido bien.
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